miércoles, 30 de junio de 2010

MADRE (retrato a lápiz)

Una madre es cálida como una manta
Va vestida de colores
y deja una estela de perfume cuando pasa
Tiene el pelo suave, las manos frías
y los ojos brillantes como el agua
Cuando la miras,
ella ya te está mirando, y sonríe
Mi madre me reconforta,
me coge entre sus brazos y me canta
Cuando tengo miedo por las noches
llamo a mi madre  
Si me pierdo y estoy sola
pienso en mi madre
Por las noches me cuenta un cuento
y de día me persigue por la casa
Siempre huele a rosas,
y siempre te habla con una sonrisa
aunque esté cansada
Bromea con las vecinas,
y se ríe a carcajadas
Cada día veo menos a mi madre
Ya no paso apenas tiempo en casa
Cuando llego está contenta,
me da un beso y me abraza
Me prepara la comida,
y me aguarda en la mesa con dos vasitos de vino tinto
Me ha comprado flan de chocolate
de ese que me encanta
Me insiste en que me abrigue
y en que lleve cuidado por la calle
que hoy en día de todo pasa
Yo reniego un poco
y le digo "mamá ya basta"
Llegó la despedida
y todo lo hermoso de una madre
me doy cuenta de que se me pasa,
Salgo a la calle,
pienso como un niño,
elimino el miedo
la ansiedad
las preocupaciones
y la prisa
Entonces me doy la vuelta,
llamo a mi madre
le doy un fuerte abrazo 
y un sonoro beso en la mejilla
Y en sus brillantes ojos me doy cuenta
de que tan solo eso le basta.

martes, 29 de junio de 2010

AL OTRO LADO DE LA COLINA (acrílico sobre lienzo)








Hará unos 16 años, si mal no recuerdo, fui a Lisboa con mi familia; aún recuerdo la emoción que me producía la idea de viajar justo el día antes, era una sensación de euforia y alegría indescriptibles que extendían sus raíces y sus ramas como un árbol que creciera en mi interior, y así como todo, esta sensación se fue mitigando con el paso de los años hasta quedar tan solo un pequeño y delicado brote.

Bien, pues recuerdo que alquilamos una casita en la costa, al oeste de Lisboa, en un pequeño pueblo muy singular cuyo nombre no logro recordar pero que me parece tenía algo que ver con “roca”.

El pueblo, como todo el que vive de lo que da el mar, olía a sal, a pescado y a petróleo, un olor al que terminabas por acostumbrarte y que llegado el irremediable momento de partida terminabas por echar de menos.

Las casas eran pequeñas construcciones blancas con puertas y ventanas de madera pintadas de alegres colores: azules, rojas, amarillas, verdes...

La gente era muy amable, algo recelosos al principio pero en cuanto cogían confianza se prestaban a ayudarte en cualquier cosa, y si te descuidabas hasta te acompañaban alegremente hasta el lugar por el que les habías preguntado.

El paisaje era un sin fin de lomas verdes recorridas por multitud de caminos que llevaban a infinitos destinos, todo un entramado que mas de una vez deseé desenredar, recorriéndolas unas veces a pié y otras con la imaginación. Mas abajo golpeaba el mar con furia los acantilados de roca negra, abruptos y salvajes, llenos de salientes y de entrantes que ni siquiera el mar, a pesar de su empeño, había podido suavizar.

Una tarde salí a dar un paseo, ese entramado de caminos no dejaba de inquietarme y diciéndole a mi madre que iba a tomar un helado y a pasear por el pueblo me aventuré en recorrer el mas llamativo de los senderos por su atractivo color rojizo y por ser el mas entretenido de todos, pasando a veces desafiante muy cerca de los acantilados, y otras hundiéndose entre dos lomas para aparecer de nuevo dominando el paisaje orgulloso de su destino.

Anduve un par de horas por él, entreteniéndome como es propio de mi naturaleza con cada insecto, piedra o mata que encontraba a mi paso, cuando de pronto, el más grande de los faros que jamás haya visto apareció desconcertante ante mis ojos como una fortaleza marina, de estructura blanca como la espuma de mar y cuya cúpula reinante era de un rojo vivo que casi dañaba los ojos en aquella tarde soleada de verano.

No había nadie, me acerqué no sin miedo a la herrumbrosa puerta de entrada, estaba abierta. La luz se filtraba por los pequeños ventanos rectangulares dejando pasar diagonales flechas de luz que se clavaban en la pared opuesta del pasillo de entrada.

Avancé unos 10 metros arrastrando mis temblorosas piernas, pero la curiosidad ganaba el pulso al miedo. Había muebles viejos de madera, papeles y libros tirados por el suelo y un olor a humedad que mareaba. Llegue por fin hasta las escaleras que conducían a la cúpula del faro, y empujada por el miedo avancé por ellas a toda prisa, ansiosa por salir al exterior y terminar pronto mi aventura.

No se si fue mi imaginación pero una mano invisible agarró mi camiseta por la espalda y una corriente de aire sopló en mi oreja izquierda dejando caer un susurro que anunciaba exactamente: “maaaañaaaanaaa aaaa laaaas ooonceeee”, terminé de subir las escaleras a todo lo que daban mis piernas, y cuando llegué a lo mas alto, presa del terror me quedé inmóvil unos segundos apretándome contra la barandilla, me armé de valor y bajé corriendo las escaleras, retomé de nuevo el pasillo buscando la puerta de salida y continué corriendo como una liebre por el camino de vuelta a casa.

Cuando llegué al pueblo casi extasiada, me detuve unos minutos para reponerme en la plaza junto a la fuente, me dirigí despacio a casa, me duché, cené con mi familia y tomé un buen sorbo de Oporto pensando que me ayudaría a descansar y olvidar lo ocurrido, pero no fue así, una y otra vez en sueños esa voz neutra, eléctrica sonaba en mi oido susurrando “maaaañaaaanaaa aaaa laaaas ooonceeee”, no pegué ojo en toda la noche hasta llegadas las 6 de la mañana, donde el cansancio fue tirando de mis párpados hasta entrar en un sopor irremediable.

Cuando desperté eran las 2 de la tarde, y mis padres y hermano regresaban de la playa bastante afectados.

-¿Qué, que pasa? Pregunté a mi madre nerviosa al ver sus rostros angustiados.

-Esta mañana una corriente muy fuerte de agua se ha cobrado la vida de dos jóvenes en la playa, no hemos podido hacer nada por ayudarles, ha sido espantoso, los cuerpos sin vida han sido recuperados por los salvavidas con la ayuda de tu padre, menos mal que no has venido hija, ha sido tan espantoso, esos dos chicos, tan jóvenes…

-¿A que hora ha sido, mama? Pregunté con un hilo de voz

-Creo que…sobre las 11 de la mañana, si, justo cuando nos estábamos instalando en la playa.

Un escalofrío acuchilló mi cuerpo desde los pies hasta la nuca… ¿Por qué? ¿Esto que significa? ¿Podría haber evitado la muerte a esos dos chicos? ¿Habría muerto yo también? ¿Ha sido casualidad?

Desde aquel infructuoso día no dejo de soñar con ese faro, sueño que me habla desde lo alto de la colina, sereno, imperturbable, envuelto en un mar de lágrimas, advirtiéndome de algo, como si estuviese dominado por el alma del guardián que antaño lo habitaba.